Un saludo muy cordial al señor Nuncio Apostólico, monseñor Bruno Musaró, quien es el representante del Santo Padre entre nosotros, a mis cohermanos en el episcopado, a las autoridades civiles , a los presbíteros y diáconos como a todo el pueblo de Dios reunido en esta santa catedral metropolitana de San José.

Hoy nos reúne en este templo un motivo muy especial: la celebración eucarística con motivo de la solemnidad de los Apóstoles Pedro y Pablo y la oración especial por el Santo Padre, el Papa Francisco, cabeza visible del Señor Jesús entre nosotros. El vicario de Cristo para servir y amar.
La presencia de ustedes en esta celebración eucarística es de acción de gracias y rogativa. Acción de gracias porque le agradecemos al Señor Jesús haber nombrado a Pedro como el pastor de sus ovejas (cfr. Jn 21,17) y hoy, su sucesor, el Papa Francisco, continúa con esta tarea apostólica y, rogativa por la santificación de su Pueblo, la Iglesia, y en particular por nosotros, los obispos, quienes unidos en comunión con el Santo Padre tenemos “el mandato y el poder de enseñar a todas las gentes, de santificar a los hombres en la verdad, y de apacentarlos.” (Cfr. CD 2) Con valentía, a tiempo y destiempo, y ser luz y sal de la tierra en el mundo, especialmente en las situaciones donde el Maligno quiere destruir al ser humano guiándolo por caminos anchos contrarios a la voluntad de Dios.
La liturgia de la palabra de este día nos ofrece diversos pensamientos que, nos motivan a reflexionar y, quiero exhortarlos para que los meditemos con la finalidad de interiorizar una Palabra que es vida para cada uno de nosotros.
En la lectura tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, Pedro es liberado de la cárcel por mano del Ángel enviado por el Señor Jesús. Un acontecimiento que dejó huella en la vida de Pedro. Lo libera del peligro; de una autoridad contraria al designio de Dios y perseguidor de la comunidad cristiana naciente. Y una comunidad que oraba por la salud espiritual y corporal del apóstol.
En los últimos tiempos de la Iglesia, hemos vivido experiencias similares. No muy lejos de aquí recordamos el martirio de San Oscar Arnulfo Romero, más cerca la situación que vive nuestra hermana iglesia nicaragüense y más allá del Atlántico, la experiencia pastoral de San Juan Pablo II. Experiencias ejemplares, entre muchas, de la persecución de la Iglesia y de cómo, en su seno, miles de fieles oramos por nuestra madre, la Iglesia, y sus pastores.
Estas experiencias nos revelan que el anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo es perenne y siempre será entre el trigo y la cizaña; entre el camino angosto y el camino ancho; entre lo divino y lo mundano para darle una esperanza amorosa a todos los hombres, creyentes y no creyentes, de una vida en Cristo para la santificación de las realidades temporales y compartir una calidad de vida en todos sus ámbitos: en la salud, la educación, el trabajo, el bienestar social, en las decisiones políticas y económicas para el bien común; y en los últimos tiempos el bienestar ecológico, que, en palabras del Papa Francisco desde la encíclica “Laudato Si” en el numeral 53, nos lo recuerda:
“Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos. Pero estamos llamados a ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta sea lo que él soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud. El problema es que no disponemos todavía de la cultura necesaria para enfrentar esta crisis y hace falta construir liderazgos que marquen caminos, buscando atender las necesidades de las generaciones actuales incluyendo a todos, sin perjudicar a las generaciones futuras. Se vuelve indispensable crear un sistema normativo que incluya límites infranqueables y asegure la protección de los ecosistemas, antes que las nuevas formas de poder derivadas del paradigma tecnoeconómico terminen arrasando no solo con la política sino también con la libertad y la justicia.”
Una tarea de todos, como cristianos y ciudadanos.
Hermanos, junto con el salmista, hemos proclamado: “El Señor me liberó de todos mis temores” y “Dichoso el hombre que se refugia en Él”.
Pedro y Pablo sufrieron calamidades de quienes no los aceptaban y bendiciones de parte del Señor y de los hermanos en la fe dispersos por las Iglesias de Asia Menor, Grecia y Roma, sin mencionar las comunidades de Judea y Galilea.
En cada uno de estos acontecimientos vivieron una experiencia de fe: la cruz y la espada.
La cruz, anunciada a Pedro por el Señor y cumplida cuando, en tiempos de Nerón fue crucificado de cabeza. Signo de la consecuencia del seguimiento de Jesucristo, pues el creyente siempre que anuncie la Buena Noticia tendrá su cruz y la mayoría de los Papas la tuvieron, no solo de manera física, sino también espiritual.
Signo de una cruz espiritual como cuando se anuncia la Buena Nueva en tiempos de persecución, de guerra, de violencia, de maltrato a las personas por su condición étnica, social, política, religiosa, entra otras. Pues muchos no aceptan la propuesta del Reino de Dios como un estilo de vida para una sana convivencia y respeto a la dignidad humana.
La espada, anunciada a Pablo durante su vida apostólica e incluso hasta el momento de su muerte, cuando es decapitado. En el momento oportuno, Pablo sale en su defensa ante quienes lo juzgaban por su pasado como perseguidor de los cristianos, cuando afirma: “Tres veces las autoridades romanas me han golpeado con varas. Una vez me tiraron piedras. En tres ocasiones se hundió el barco en que yo viajaba. Una vez pasé un día y una noche en altamar, hasta que me rescataron. He cruzado ríos arriesgando mi vida, he estado a punto de ser asaltado…” (Cfr. 2Cor 11, 16-33). Un ejemplo para meditar sobre el sentido del apostolado y el abandono en el Señor, tal y como el salmista lo proclamó.
Si de algo debemos estar seguros con relación a los líderes de la Iglesia Primitiva, Pedro y Pablo, es su celo apostólico, la valoración de su misión como peregrinos y propagadores del Evangelio y la formación de sus sucesores.
Pablo, en la segunda lectura proclamada hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo escribe una experiencia de vida llena de gratitud y confianza en el Señor Jesús. Dos frases puntuales. La primera: “He corrido hasta la meta, he perseverado en la fe” y la segunda: “Ahora solo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día”. Se las dirige a uno de sus discípulos y obispo, Timoteo.
Timoteo al recibir la carta y leer estos textos, probablemente se identificó con Pablo en sus sentimientos y pensamientos relacionados con su vida apostólica, y cómo se prepara para entregar su vida, con la valentía del soldado de Jesucristo. Una experiencia que marcaría la vida del discípulo y que hoy nos debe marcar a nosotros, primeros evangelizadores de la Iglesia, y a todos los fieles cristianos, que por el bautismo están llamados a ser discípulos del Señor para santificar, enseñar y celebrar la fe con devoción y vivir las exigencias evangélicas.
La tarea primordial que hoy el Papa Francisco nos recuerda constantemente, pues la Iglesia tiene una misión más allá de los intereses humanos y siempre será portadora de la Buena Noticia del Señor Jesús.
Se acercaba la hora de partir de este mundo al Padre. La misión estaba a punto de concluir y Jesús debía afinar detalles. Uno de esos era quién continuaría a la cabeza la obra del anuncio del Reino y sería el vínculo de unidad entre los suyos.
En la región de Cesarea, Pedro proclama una confesión de fe: Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Así lo escuchamos en la proclamación del Evangelio de San Mateo. Y Jesús le encomienda, con autoridad, la administración de la Iglesia y las llaves del Reino de Dios. Jesús confía en Pedro. Lo considera una persona capaz de continuar con su obra y en él, sus sucesores hasta el día de hoy.
Jesús le da autoridad para cumplir con estas dos tareas a cabalidad y le promete que El estará siempre hasta el fin del mundo. Pedro y sus sucesores serán los vicarios del Señor por siempre para ejercer la autoridad a través del celo apostólico, la conservación de la sana doctrina y la misión profética en todas las naciones del mundo.
Una autoridad que se caracteriza para servir y no para ser servido, para construir y no para destruir, para obedecer y no para mandar. Pues en el mundo la autoridad, en diversas ocasiones, se utiliza para mandar, promover el poder desenfrenado e incluso la violencia contra las personas y sus derechos fundamentales.
Como ministros del Señor ejerzamos la autoridad con humildad y servicio y como fieles cristianos aprendamos a obedecer, primero a Dios antes que, a los hombres, para que todos, en la Iglesia, seamos luz y sal de la tierra y de esta manera viviremos el amor verdadero hoy y siempre.
Por lo tanto, en esta solemnidad de San Pedro y San Pablo y, en oración por su Santidad, el Papa Francisco, reflexionemos sobre nuestra vida cristiana, el ejercicio de nuestra autoridad y servicio eclesial, así como la vivencia de la Buena Nueva que hemos escuchado con devoción para ser verdaderos heraldos del Señor y constructores de su Reino para gloria y alabanza del Dios Uno y Trino. Amén.