Homilía en la Santa Misa de intercesión por el Sínodo.

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Hermanos y hermanas, hoy es un día de inmensa alegría y acción de gracias, porque en cada Eucaristía descubrimos a Cristo que quiere quedarse con nosotros para siempre, para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos.

Cristo se nos da en cada Misa y se queda con nosotros en cada Sagrario… Y en el sagrario viviente que debe ser el corazón de cada uno de nosotros…


A un mundo que se muere de tristeza, que está hambriento de felicidad, y que vive plagado de espejismos de falsa alegría, nosotros queremos decirle que la verdadera alegría brota del deseo de vivir a fondo el bautismo y que la santidad cristiana hunde sus raíces en la Santa Eucaristía.

Y lo hacemos en este Santuario Nacional consagrado a Nuestra Madre Santísima, la Negrita de los Ángeles, para poner a sus pies el Sínodo de la Sinodalidad que vivirá nuestra Iglesia en su etapa final en octubre de este y del próximo año.

Ha sido un deseo expreso del Papa Francisco que todas las iglesias lo hagamos hoy, cuando celebramos la fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen, al término del mes de mayo dedicado a ella.

“Con María hacia la Asamblea Sinodal”, es la invitación en concreto que nos hace la Secretaría del Sínodo para confiar a María, Madre de la Iglesia, los trabajos de la XVI (decimosexta) Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.

Como Iglesia pueblo de Dios, somos llamados, a partir de nuestro Bautismo, a caminar juntos, una dinámica que se fortalece y encuentra sentido por la oración de los creyentes en todos los rincones del planeta.

Desde hace ya dos años, la Iglesia entera está viviendo un camino de preparación para la celebración de este Sínodo. Ha sido un tiempo de escucha, diálogo, discernimiento y de muchas aportaciones que ha hecho todo el pueblo de Dios que, partiendo de las Iglesias locales, nos ha hecho descubrir que, en este momento de la vida de la Iglesia, debemos estar atentos a lo que el Espíritu quiere decirnos. El Papa Francisco nos ha enseñado que la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio.

En realidad se trata de la misma naturaleza de la Iglesia, que como pueblo de Dios peregrino y misionero, camina unido siempre con Cristo, lleno del Espíritu Santo. Por eso, este acontecimiento no puede pasar de largo y hemos sido invitados en cada diócesis a rezar por todo este proceso y ponerlo bajo la protección de la Virgen María.

Hoy, por eso, hemos comenzando esta celebración con el Santo Rosario para pedir por los frutos del camino que hemos recorrido y por su culminación en la Asamblea Sinodal.

La fiesta de la Visitación se la Santísima Virgen María, es un tiempo de gozo para toda la Iglesia, porque nos lleva a contemplar a la Virgen en la Historia de la Salvación.

Luego del anuncio del Ángel sobre la concepción del Hijo de Dios y con todas las dificultades e incomprensiones que seguramente vivió, podríamos pensar que el ánimo de la Virgen habría sido afectado, pero con Ella las cosas no son así.

Ella sale presurosa por los caminos y las montañas para ir al encuentro de su prima Santa Isabel; consideremos los desafíos que nos plantea este pasaje evangélico, María paradigma de la misión, tan actual y necesario para nuestros tiempos y sobre todo en este proceso sinodal que estamos viviendo.

María deja atrás las comodidades y seguridades. Salé rápido y presurosa al encuentro de su prima. No mide el peligro ni las posibles dificultades propias de su tiempo y ambiente. Es una mujer fuerte y decidida, segura de sí misma y arriesgada. En la misión, a veces es importante dejar tantos cálculos, pronósticos y simplemente lanzarse.

Ella nos da la imagen de una actitud humana, espontánea y cálida, que a veces nos falta en nuestros servicios. Necesitamos ser una Iglesia valiente y decidida que deje sus propias seguridades para ir al encuentro de la gente, para encontrarnos como pueblo de Dios.

María en definitiva encarna la caridad y el amor sincero, saliendo al encuentro que quien más lo necesita.

Hay muchas expectativas puestas en el próximo Sínodo de la Sinodalidad, que visto dentro de la riqueza del pontificado del Papa Francisco, tenderá sin duda a hacer de la Iglesia, todavía más, una casa acogedora para todos, donde nadie se sienta excluido ni sea dejado de lado.

Eso es caminar juntos, y hacerlo juntos nos dará la fuerza para derribar todos esos muros que hemos levantado por siglos y que han transformado el modo que Jesús tenía de para relacionarse con las personas.

Uno de esos muros, entre los más delicados, es el no reconocimiento de la identidad y lugar del laico como coprotagonista de la misión evangelizadora de la Iglesia; algo que les es propio por gracia del Bautismo y la Confirmación.   Algunas veces esto se debe a que no se formaron o no han sido formados para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Por otra parte, su presencia se reduce muchas veces a una ayuda a las tareas intraeclesiales, pero no se refleja del todo en la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político y económico.

En nuestra América Latina, se ha subrayado el problema del clericalismo como uno de los factores que ha llevado a desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo ha puesto en el corazón de todos los fieles.  Este clericalismo, es ante todo una actitud, que se manifiesta en un autoritarismo que procura, por la autoridad mismo, poner a todos al servicio de los intereses de un individuo o grupo determinado, y no propiamente al servicio de la misión y el bien común.  De esta actitud no solo son culpables los clérigos o consagrados, sino también no pocos laicos.

El resultado, en muchas ocasiones, desde el cargo o puesto que se ostenta, ha sido considerar a los otros, , como meros “funcionarios a mi servicio”; coartando así sus distintas iniciativas y esfuerzos para llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los ámbitos del quehacer social, económico, cultural y especialmente político de nuestras sociedades.

El clericalismo, como señalaba el Papa Francisco ya en una comunicación del 2016 a la Pontificia Comisión para América Latina, “lejos de impulsar los distintos aportes y propuestas, poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos”.

Promover el protagonismo laical en la evangelización, como modo de revertir el efecto negativo del clericalismo, no significa irse al extremo, igual de dañino, de pensar que ahora en la Iglesia podemos prescindir de los ministros ordenados o negar su razón de ser y autoridad dentro de la comunidad creyente; y así avanzar a hacia una Iglesia, especie de parlamento, tal y como algunos erróneamente están proponiendo en otros países.

¡Lejos de eso!, más bien es la hora de que todos los bautizados, como discípulos misioneros de Jesucristo, reconociendo, comprendiendo y valorando el ministerio de cada uno, de acuerdo con la vocación a la que ha sido llamado y el servicio que el Señor le ha pedido, sirva y contribuya, en comunión con todos, a la única misión evangelizadora, sea como laico, como clérigo o miembro de la vida consagrada.

Es pues, en un momento trascendental en la historia de la Iglesia, uno en el que la madurez del corazón y la fidelidad a la tarea recibida deben de imponerse frente a las aspiraciones humanas, muchas veces animadas por intereses egoístas y falsas comodidades que impiden asumir un verdadero espíritu de comunión y de misión.

Somos todos, como bien lo señala el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, cuya identidad es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo (LG 9).

Aquí, frente a Nuestra Patrona, La Negrita de los Ángeles, que sigue intercediendo por ese gran milagro de hacer que a sus pies todos los costarricenses, sin distinción alguna, nos sintamos hermanos y nos postremos ante su Hijo Jesucristo, le pedimos que nos ayude en esta hora decisiva de la Iglesia, que la proteja de todo mal y que con su amor maternal nos acompañe para tomar las mejores decisiones.

Contando con su amor maternal, oremos pidiendo el discernimiento del Espíritu Santo. Los invito a orar en silencio junto a mí:

Estamos ante ti, Espíritu Santo, reunidos en tu nombre.

Tú que eres nuestro verdadero consejero: ven a nosotros, apóyanos, entra en nuestros corazones.

Enséñanos el camino, muéstranos cómo alcanzar la meta.

Impide que perdamos el rumbo como personas débiles y pecadoras.

No permitas que la ignorancia nos lleve por falsos caminos.

Concédenos el don del discernimiento, para que no dejemos que nuestras acciones se guíen por perjuicios y falsas consideraciones.

Condúcenos a la unidad en ti, para que no nos desviemos de la verdad y la justicia, sino que en nuestro peregrinaje terrenal nos esforcemos por alcanzar la vida eterna.

Esto te lo pedimos a ti, que obras en todo tiempo y lugar, en comunión con el Padre y el Hijo por los siglos de los siglos. Amén.

Mons. Javier Román Arias

Obispo de Limón

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