I Encuentro Regional de Pastoral Afro y Garífuna, reflexión de Mons. Javier Román, Obispo de Limón.

-

Con el lema “Caminando juntos, viviendo la sinodalidad”, nos reunimos en este nuestro Primer Encuentro Regional de Pastoral Afro y Garífuna. Lo hacemos convencidos de que se trata de una oportunidad para conocer más sobre nuestras raíces, para comprender los desafíos que enfrentamos como comunidad y para unirnos en la búsqueda de soluciones y acciones concretas que promuevan un desarrollo integral y equitativo en nuestra región.

Somos invitados a retomar el espíritu de Aparecida, cuando nos recuerda que “los pueblos afroamericanos y caribeños están surgiendo como nuevos sujetos en la Iglesia y en la sociedad, y necesitan de manera urgente nuestro acompañamiento frente a las amenazas de su existencia física, cultural y espiritual” (DA 90-91).

Es así que la Pastoral Afro nace como respuesta a la necesidad de hacer un acompañamiento especializado al camino de fe de las comunidades eclesiales con rostro negro.

Es cierto que la Iglesia tiene una deuda histórica con la población afrodescendiente, pues no siempre hemos sostenido a las comunidades tradicionales negras en su proyecto de libertad, dignidad, tierras, autonomía y participación, especialmente durante la Colonia.

Por otro lado, la Iglesia ha estado en medio de los hombres y mujeres negros desde su llegada como esclavos a América, con gestos de solidaridad humana y engendrando auténticos defensores de los esclavos e inquebrantables luchadores contra el sistema.

Quisiera, a modo de ejemplo luminoso, recordar la vida de un santo que encontró a Cristo precisamente entre los esclavos negros, a quienes entregó su vida.

Hablo de Pedro Claver, quien al llegar a América en 1616, encontró la terrible injusticia de la esclavitud institucionalizada que había comenzado ya desde el segundo viaje de Colón el 12 de enero de 1510, cuando el rey mandó a emplear negros como esclavos. Se trataba de una tragedia que envolvía entonces a unos 14 millones de seres humanos.

Pedro no podía cambiar el sistema. Pero si había mucho que se podía hacer con la gracia de Dios. Hacía falta tener mucha fe y mucho amor, pero Pedro supo dar la talla. A pesar de su timidez la cual tuvo que vencer, se convirtió en un organizador ingenioso y valiente.

Cada mes cuando se anunciaba la llegada del barco esclavista, el Padre Claver salía a visitarlos llevándoles comida. Llegaban en muy malas condiciones, víctimas de la brutalidad del trato, la mala alimentación, del sufrimiento y del miedo. Claver atendía a cada uno y los cuidaba con exquisita amabilidad. Así les hacía ver que él era padre y defensor.

Luego de él, ya en el siglo XIX, el Papa Gregorio XVI con la bula “In Supremis” (1839), en consonancia con algunos de sus ilustres predecesores, condenó toda forma de esclavitud. En el siglo XX continuó la lucha de los cristianos y de la jerarquía contra toda forma de esclavitud, un lastre del cual todavía no se ha liberado completamente la humanidad.

Así, la Pastoral Afro se inserta en esta corriente de lucha por la vida, es heredera de los laicos, religiosos, religiosas, sacerdotes, obispos y papas que fieles al Evangelio, se han solidarizado con los últimos, los más abandonados e indefensos.

Hemos mencionado ya la visión del Concilio Vaticano II, afirmando los derechos humanos, valorando las culturas, la religiosidad, y las religiones de los pueblos. Fueron los padres conciliares los que animaron precisamente la inculturación del Evangelio y fomentó la creatividad en la acción evangelizadora de los cristianos.

A propósito de ello, San Juan Pablo II, en su encíclica Redemptoris Missio, (n. 54) nos recuerda que  “una evangelización inculturada gracias a una pastoral concertada permite a la comunidad cristiana recibir, celebrar, vivir, traducir su fe su propia cultura, en la compatibilidad con el Evangelio y la comunión con la Iglesia universal”.

Dicha inculturación traduce al mismo tiempo el carácter absolutamente nuevo de la revelación en Jesucristo y la exigencia de conversión que brota del encuentro con el único salvador.

San Juan Pablo II señaló que mirando la realidad actual del nuevo mundo, vemos pujantes y vivas comunidades afroamericanas que, sin olvidar su pasado histórico, aportan la riqueza de su cultura a la variedad multiforme del continente.

Con tenacidad no exenta de sacrificios, estas comunidades contribuyen al bien común integrándose en el conjunto social, pero manteniendo su identidad, usos y costumbres (Juan Pablo II, Mensaje a los Afroamericanos, 3).

Así, la Pastoral Afro y Garífuna, como evangelización liberadora, tiene como meta final que sean los mismos afroamericanos los que evangelicen a sus hermanos; de ahí la importancia de las vocaciones entre los negros al sacerdocio, a la vida consagrada y al ejercicio de diferentes ministerios por parte de los laicos.

Nosotros aquí, hacemos pues, eco de todos esos hombres y mujeres que a lo largo de los siglos han convertido la Pastoral Afro y Garífuna en un campo para integrar y valorar la riqueza de una cultura al servicio del Evangelio.

Es esta una pastoral que se aplica a las situaciones concretas. Tiene como desafío descubrir que de la misma manera que no es posible separar la cultura de la fe, tampoco se puede separar la cultura del pueblo.

Trabajar desde la cultura afro significa dejarse atravesar por su realidad, obrar desde la conciencia afro y hacerse partícipe en su búsqueda de Dios a través del respecto a sus derechos, la justicia y equidad entre todos como hijos e hijas de Dios.

Y volviendo a Aparecida, lo hacemos promoviendo “el diálogo entre cultura negra y fe cristiana y sus luchas por la justicia social”, escuchando el reclamo “de ser tomados en cuenta en la catolicidad con su cosmovisión, sus valores y sus identidades particulares” (DA 91).

Esta invitación, con ese gusto tan sinodal, encuentra su origen en el corazón del Papa Francisco, que para la época en la que se llevó a cabo la Conferencia de Aparecida (año 2007), sirvió -entonces como el cardenal Bergoglio- como responsable de la Comisión de Redacción del Documento Final.

Se entiende por qué la preocupación sobre la sinodalidad es tan evidente en su fructífero pontificado, al punto de que impregna todo el quehacer y toda la reflexión de la Iglesia universal.

Me parece fundamental, al iniciar nuestro encuentro, que tengamos claro que el verdadero protagonista es el Espíritu Santo, que ha acompañado y guiado el camino infundiendo la esperanza y la confianza de seguir adelante para crecer como Iglesia sinodal misionera anunciadora del Evangelio, en fidelidad a la tarea que el Señor le ha confiado.

Ya el Documento de Aparecida nos hizo recordar que somos discípulos-misioneros, no discípulos y misioneros sino discípulos-misioneros. Y así rescatando las palabras del querido Papa emérito, Benedicto XVI, el discipulado misionero es las dos caras de una misma moneda.

Podría entonces atreverme a decir que el fundamento teológico de nuestro encuentro consiste en la convicción de que la Iglesia es pueblo de Dios. Una Iglesia que define al cristiano por el bautismo, tal como debe ser, y no por el ministerio que realiza. Desde esta perspectiva cada miembro de la Iglesia es un agente activo y comprometido en la tarea evangelizadora de la misma.

Tal como lo dijo el Papa Francisco, no es una asamblea de élites, sino que esta asamblea eclesial procura que todos los miembros de la Iglesia se sientan involucrados pero sobre todo escuchados y atendidos en sus preocupaciones, para juntos transformar estas preocupaciones en verdaderos desafíos y respuestas.

De esta clave teológica deriva entonces la propuesta metodológica, que está sustentada en el principio de sinodalidad, el cual nos pone a caminar juntos, orar juntos, reflexionar juntos, discernir juntos, pero también, decidir juntos.

No debemos confundir la sinodalidad con democratización eclesial. Mientras la democratización tiene como sustento la armonía sociológica, la sinodalidad tiene como sustento la comunión, que deriva del servicio a un bien superior.

Es decir, cuando la Iglesia camina junta es porque tiene una meta superior a sí misma, y es la búsqueda de alcanzar esta meta la que orienta sus decisiones. De aquí entonces, que en la sana sinodalidad, es el espíritu de Dios el que orienta y dirige nuestro actuar.

Por eso, el Sínodo de la Sinodalidad no comienza el próximo mes de octubre; más bien, comenzó el 10 de octubre de 2021, con la celebración de apertura en la Basílica de San Pedro.

Desde entonces, la primera fase involucró a las Iglesias locales, con la consulta al Pueblo de Dios; la segunda, a las Conferencias Episcopales, con el discernimiento de los obispos sobre las aportaciones de las Iglesias locales; y la tercera, en las Asambleas Continentales, con un ulterior nivel de discernimiento en vista de la segunda fase del Sínodo.

En este proceso, es reconfortante ver los aportes de las comunidades afro y garífunas, aunque me parece que coincidimos en que pudieron y debieron haber sido más. De todas formas, se trata de realidades que estarán muy presentes entre quienes, por gracia de Dios, tomaremos parte en las asambleas finales junto al Papa Francisco este y el próximo año.

Cuando se conmemoraron los 50 años de la institución del Sínodo de los Obispos, se celebró un acto en Roma. El Santo Padre pronunció un discurso donde señaló: “El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. Lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra ‘Sínodo’. Caminar juntos -laicos, pastores, Obispo de Roma- es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil ponerlo en práctica”.

Teniendo esto en cuenta, ¿qué debemos considerar en relación a la sinodalidad para la celebración de nuestro encuentro? Creo que, en primer lugar, es clave hacernos preguntas que nos inviten a una reflexión más profunda.

Por ejemplo, cuestionémonos, en nuestra pastoral, ¿quiénes son los que «caminan juntos»? Cuando decimos: “nuestra Iglesia”», ¿quién es parte de ella? ¿Quiénes son nuestros compañeros de camino, incluidos los que están fuera del perímetro eclesial? ¿Qué personas o grupos estamos dejando al margen?

Tras este examen,  se impone la necesidad de escuchar, pero esto requiere tener una mente y un corazón abiertos, sin prejuicios. ¿A quién «necesita escuchar» nuestra pastoral afro y garífuna? ¿Cómo se escucha a los laicos, especialmente a los jóvenes y a las mujeres? ¿Cómo incluimos la contribución de los consagrados y consagradas? ¿Qué espacio hay para la voz de las minorías, los descartados y los excluidos? ¿Identificamos prejuicios y estereotipos que dificultan nuestra escucha? ¿Cómo escuchamos el contexto social y cultural en el que vivimos? 

Desde luego, todos estamos invitados a hablar con valentía y parresia, es decir, integrando la libertad, la verdad y la caridad. Preguntémonos, ¿cómo promovemos un estilo de comunicación libre y auténtico dentro de nuestra pastoral, sin duplicidades ni oportunismos? ¿Y en relación con la sociedad de la que formamos parte como comunidades afro y garífunas? ¿Cuándo y cómo logramos decir lo que es importante para nosotros? ¿Quién habla en nombre de nuestra comunidad cristiana y cómo son elegidos? 

El «caminar juntos» que implica la sinodalidad sólo es posible si se basa en la escucha comunitaria de la Palabra y en la celebración de la Eucaristía. Nuevamente, preguntémonos, ¿Cómo inspiran y dirigen la oración y la celebración litúrgica nuestro «caminar juntos»?, ¿Cómo promovemos la participación activa de todos los fieles en la liturgia y el ejercicio de la función santificadora?

El diálogo que caracteriza la Iglesia sinodal debe de verificarse no solo a lo interno de la Iglesia, sino que es un ejercicio social fundamental. Es, de hecho, un camino de perseverancia que incluye también silencios y sufrimientos, pero que es capaz de recoger la experiencia de las personas y los pueblos. 

En un estilo sinodal, las decisiones se toman a través del discernimiento, basado en un consenso que fluye de la obediencia común al Espíritu. Preguntémonos de nuevo: ¿con qué procedimientos y métodos discernimos juntos y tomamos decisiones? ¿Cómo se pueden mejorar? ¿Cómo promovemos la participación en la toma de decisiones dentro de comunidades jerárquicamente estructuradas? 

Y finalmente, es necesario tener en cuenta que la espiritualidad del caminar juntos está llamada a convertirse en un principio educativo para la formación de la persona humana y del cristiano, de las familias y de las comunidades.

A partir de esto, ¿cómo formamos a las personas afro descendientes y garífunas, especialmente a aquellos que tienen roles de responsabilidad dentro de la comunidad cristiana, para hacerlas más capaces de «caminar juntos», escucharse unos a otros y entablar un diálogo profundo? ¿Qué formación ofrecemos para el discernimiento y el ejercicio de la autoridad? ¿Qué herramientas nos ayudan a leer la dinámica de la cultura en la que estamos inmersos y su impacto en nuestro estilo de Iglesia? 

Todas estas preguntas, cuyas respuestas estamos llamados a dar en comunión, abren caminos de diálogo que juntos debemos recorrer invocando para ello el consuelo y la ayuda del Espíritu Santo.

Y desde luego, la maternal intercesión de Nuestra Madre Santísima, cuya advocación de Nuestra Señora de los Ángeles veneramos en Costa Rica como nuestra Patrona y Protectora.

Nuestra “Negrita” interceda por cada uno de nosotros, nos abrace en su amor y nos impulse a imagen suya, al seguimiento de Jesucristo Nuestro Señor. Así sea.

Muchas gracias.

Mons. Javier Román Arias

Obispo de Limón

spot_img
Noticias Relacionadas